jueves, 20 de julio de 2006

Conmemoración Revolución de Trujillo en el Ateneo

A LA CIUDAD MÁRTIR DE TRUJILLO, 7 DE JULIO 1932


Con la participación de Armando Lecaros de Cossío, Embajador del Perú en España, Eugenio Chang Rodríguez eminente filólogo peruano, compañeros de la Célula aprista Víctor Raúl Haya de la Torre de Madrid y de El Sólido Norte, latinoamericanos y de otras nacionalidades, se conmemoró en el Ateneo de Madrid el 74 aniversario de la Revolución de Trujillo.

El Secretario General de la Célula aprista Ricardo Ñique Cornelio hizo un breve relato de los luctuosos acontecimientos ocurridos en Trujillo, Huaraz y Cajamarca con el recuerdo de las más de siete mil víctimas. Una larga pesadilla de más de diez años de política represiva que impusieron Sánchez Cerro, Benavides y Prado, la etapa de clandestinidad del Aprismo, que se llenó de gloria con el martirologio de Manuel Arévalo, y de muchos anónimos compañeros y compañeras que fueron encarcelados, torturados y enviados a la muerte.

Estas las palabras del c. Ñique:

Hace 74 años ocurrió en la Ciudad de Trujillo (norte del Perú), un hecho histórico que no debemos olvidar, por lo que significó el gesto de los trabajadores de las haciendas cañeras, de los estudiantes, de las amas de casa e incluso de la gente de la más refinada aristocracia provinciana.
Al comienzo fueron menos de doscientos macheteros de Laredo, quienes en la madrugada del 7 de julio de 1932 tomaron, a sangre y fuego el Cuartel O´Donovan, tras más de cuatro horas de lucha, de muertos y heridos por ambas partes. En unas horas más los jóvenes, estudiantes y trabajadores, la mayor parte de los trujillanos- hombres y mujeres- de la ciudad y de los pueblos cercanos declararon su beligerante rechazo a la dictadura y se unieron a la revolución.

Al clarear la mañana de aquel día los revolucionarios marcharon hacia la Plaza de Armas, encabezados por una mujer de tez oscura, que portaba una bandera del APRA, para que no hubiera duda de que era una revolución contra la dictadura de Sánchez Cerro, detrás de cuyo nombre se agazapaban los barones del algodón y del azúcar.

El Perú vivía tiempos de inseguridad, a manos de los esbirros del "gobierno". Habían asesinado a mujeres y niños cuando celebraban la Navidad a fines del año anterior. Pensaba la oligarquía acabar con el Aprismo, vana pretensión que los años han confirmado.

Las condiciones de explotación de los obreros y campesinos de los ingenios azucareros y plantaciones algodoneras eran manifestación elocuente de que los privilegios de que gozaban los herederos de las cortes virreinales, los criollos, incluían estas relaciones injustas, entre trabajadores y hacendados.

En 1931 el brazo largo de la oligarquía desconoció el triunfo de Haya de la Torre, candidato entonces a la presidencia.

Meses más tarde los diputados apristas fueron deportados del país. Las puertas de la legalidad se cerraban para impedir que el Aprismo gobernara.

La doctrina aprista había calado muy hondo en la conciencia de los obreros y de los estudiantes y, a través de ellos se hizo esperanza y derrotero de lucha. Había que cambiar esta realidad, que prolongaba la historia de abusos y atropellos de los ricos contra los pobres. Sin mediar consigna alguna del alto mando del partido, los obreros dieron el primer paso, pensando quizás que este gesto revolucionario provocaría el levantamiento de otras ciudades del Perú.

Si esto no se logró, si fue el inicio de cambios arrancados a la oligarquía, en el ámbito laboral, las primeras leyes del trabajo, la instauración de la seguridad social, del derecho de los peruanos a militar en partidos y sindicatos, con largas noches de dictadura y muy breves amaneceres de libertades y de actividades políticas.

Bueno es que sepan las nuevas generaciones que sus abuelos vivieron más de una década de persecución, prisión, tortura, exilio y muerte. Bueno es que sepan que sus padres y madres guardan recuerdos de muchos más años de dictaduras tan brutales y despiadadas como la de los años treinta, cuarenta y cincuenta.

Qué vergüenza, que la dictadura, el autoritarismo, la corrupción hayan frustrado ese afán nuestro de vivir en democracia. Qué bochorno, que hasta el inicio del nuevo siglo no hubiésemos podido sentar las bases para la convivencia entre peruanos, para el desarrollo económico, social y político de nuestro país.

¿En qué fallamos?

No se vaya a decir que el fatalismo nos ha signado con la derrota. Honesta-mente tenemos los apristas que hacer un auto examen de nuestro comporta-miento, de nuestra conducta y no culpar de todo a nuestros adversarios. Algún día se aclararán las mentes. Ojalá que no sea demasiado tarde para cumplir con nuestro compromiso histórico.

Sí hay una premeditada intención de olvidar este hecho, es bueno decir que la Revolución del 7 de julio de 1932, en la Ciudad Mártir de Trujillo, marcó un hito en el recorrido de la historia del Perú. Ellos los revoluciona- rios, pagaron con su sangre su compromiso con un futuro mejor para el pueblo peruano, que desde entonces aprendió que la libertad, la justicia social, la democracia participativa y el estado de derecho no serán realidad palpitante sin la plena participación de todos los sectores de la sociedad, sin sectarismos, ni exclusiones de ninguna clase.

Ellos, los jefes y tropa enviados a sofocar la revolución, cumplieron su compromiso de defender las "instituciones fundamentales de la patria", de una patria que los mandaba a matar a peruanos que ponían en peligro a los intereses y privilegios de los usufructuarios "del orden constituido".

Fueron muchos días de combate, de retirada y de huída a la Clandestinidad. Que las cortes marciales, en juicios sumarios, mandaron a miles de apristas y simpatizantes a los paredones de Chanchán, donde hasta no hace muchos años quedaban las huellas del sacrificio de quienes fueron fusilados por el "delito" de reclamar libertad, justicia, participación democrática en el manejo de los destinos de la nación.

Horas duras de la represión y de represalias de los esbirros del régimen. Horas también de valor y heroísmo para enfrentar a los pelotones de fusilamiento.

De la prisión al paredón, los que iban a morir no dejaron de cantar sus himnos de lucha y esperanza, hasta que ráfagas de los fusiles les cortaron la vida.

Por mucho tiempo Trujillo visitó luto, por sus muertos que intereses mez- quinos pretenden olvidar. Ellos, los héroes de Trujillo, los de Huaráz y Cajamarca, de El Callao, etc., sí fueron leales a la causa de la gran trans- formación soñada por Víctor Raúl Haya de la Torre. Recordemos a estos valientes compañeros y compañeras que rubricaron con su sacrificio su devota entrega al ideal, su comprensión del mensaje emancipador de Indoamérica.

El reto está allí, hay que retomarlo para hacerlo realidad de justicia, libertad y de sana convivencia entre todos los peruanos e indoamericanos.

Ricardo Ñique Cornelio